Por febrero de 2020 daría a leer a un grupo de actrices la obra que deseaba convertir en ejercicio. Deseaba a esas actrices y a ese material y poco me importó la indicación de géneros que podría requerir la pieza: las necesitaba a ellas, a sus sensibilidades. Se trataba del texto que me prometí hacer alguna vez antes de morir. Una de las experiencias que quería tener como parte de mi paso por el mundo. Al poco tiempo la vida se vió amenazada, se declaró la pandemia, irrumpió la muerte. Era el momento de darle carne a ese deseo. La versión dada a leer la construyó un dramaturgo compañero de ruta, compañero de otros “chejovs”. Allí, en esa versión, Masha, funcionando y autopercibida, como un personaje secundario protagonizaría un giro: rompía la jerarquía de la voces que suelen escucharse, las sempiternas voces principales.

Durante un año y medio nos reunimos virtualmente en el hiatus entre la medianoche del domingo y la madrugada del lunes. Sobrevivíamos a un virus, en parte, gracias a una Gaviota. Y no a La gaviota por antonomasia. Gaviota es un animal y la obra en su lógica compositiva prueba la trayectoria que va del animal humano, al animal, luego se deja permear por un estar casi vegetal para habitar finalmente un silencio mineral. Un humano mata un animal, a un pájaro hermoso, el teatro agoniza, los lazos se erosionan, el dolor estalla y promediando nuestros ensayos se declara una guerra que nombra a cada minuto la base territorial donde Chéjov sitúa la acción, Kiev. ¿De qué queda exento el cuerpo que actúa, que dirige, que escribe, que produce, que asiste? Quisimos que de nada y recolectamos del mundo en cada una de nuestras concavidades todo el temblor que se pudo en esta puesta que es un defecto, un accidente laboral, algo no concluso, el balbuceo que se nos impuso como mejor superficie para abrirnos a nuestros invitadxs. Público/invitadxs a compartir la precariedad de una mesa de trabajo. Mientras que cerca del estreno una nueva realidad política precarizaba en nuestros país casi todas sus mesas.